Bostezar es un acto tan ancestral como la humanidad misma, presente en diversas especies animales desde hace millones de años. Aunque su función precisa fue un misterio por mucho tiempo, la ciencia ha desvelado que nuestro cerebro busca algo específico al realizar esta acción.

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Durante décadas, se pensó que este gesto servía para oxigenar la sangre. Sin embargo, investigaciones recientes han redefinido por completo esta percepción, sugiriendo un propósito mucho más complejo.

La antigua creencia de bostezar y el descarte de una teoría

Anteriormente, se concebía el bostezo como una reacción fisiológica esencial para incrementar el oxígeno en la sangre. Se creía firmemente que al inspirar una gran cantidad de aire, los pulmones lograban elevar los niveles de este vital gas en el torrente sanguíneo. Esta hipótesis dominó el entendimiento científico por un considerable período.

No obstante, una serie de rigurosos experimentos modificó esta visión tradicional. Tres destacados científicos estadounidenses, en la Universidad de Maryland, demostraron en 1987 que esta supuesta cualidad no se verificaba en la realidad. Este hallazgo fundamental desestimó la noción de que el bostezo fuera principalmente para oxigenar el cuerpo.

El bostezo como termorregulador cerebral

La perspectiva actual sugiere que el bostezo funciona como un ingenioso mecanismo para regular la temperatura del cerebro. Según los estudios de Andrew Gallup, psicólogo de la Universidad Estatal de Nueva York, esta acción busca promover un estado de lucidez o alerta. Es un sistema similar a cómo un ventilador previene el sobrecalentamiento del motor de un automóvil, manteniendo la mente en óptimas condiciones.

La principal meta de este reflejo es disminuir el calor corporal interno del cerebro. Cuando la temperatura cerebral se eleva, esta situación puede inducir una intensa sensación de agotamiento y adormecimiento. Por ello, se entiende que bostezar contribuye a mantener el organismo despierto y atento frente a la inicial percepción de sueño.